domingo, 4 de marzo de 2012






La Posvanguardia Venezolana: una apuesta por la irreverencia


La visión retrospectiva sobre el período de la posvanguardia venezolana analizado por dos críticos de nuestra literatura como son Pedro Díaz Seijas y Juan Liscano, respectivamente, ha de convertirse para nosotros en un apasionante recorrido por las diferentes voces de poetas y narradores que han dejado de manera significativa su marca en nuestra literatura.

Tomando como base los análisis realizados por Díaz Seijas en su libro Historia y antología de la literatura venezolana (1986), y por Liscano en Panorama de la literatura venezolana actual (1995), podemos acercarnos a la producción literaria del período 1951-1970. Es necesario hacer la acotación de que en ningún momento ni Díaz Seijas ni Liscano se refieren a esta fase como posvanguardia, sino que hacen un balance de la literatura venezolana abarcando un período muy amplio y considerando también a las generaciones de escritores anteriores, las cuales desarrollaron una actividad literaria sin interrupción, como son los casos de Arturo Uslar Pietri y Miguel Otero Silva, por ejemplo, pertenecientes a la generación de vanguardia del período1928-1930 (Díaz Seijas, 1986: 217-247).

La posvanguardia literaria venezolana corresponde a la etapa 1951-1970 , caracterizada por la aparición de movimientos de escritores que coincidían en la búsqueda de la novedad desde una postura radical. En general, sus propuestas e inquietudes fueron plasmadas en manifiestos en los que se planteaba su espíritu de renovación del arte, en un intento de ruptura o reacción contra las formas tradicionales de la literatura, y procurando la libertad en los contenidos y en el lenguaje.

Cada época trae consigo sus propias disconformidades, ideas y proposiciones que pretenden convertirse en absolutas y definitorias del curso histórico; sin embargo, la revisión del panorama de la literatura venezolana de este período convierte su estudio crítico en una vorágine de vertientes e influencias, y por lo tanto difíciles de clasificar.
Lo concreto es que en las búsquedas literarias de esta etapa resulta ineludible tomar en cuenta la situación político-social del país y las influencias recibidas de Europa. Los deseos de cambio y renovación en lo interno marcaron un nuevo rumbo en la producción literaria venezolana, lo cual a su vez se sintonizaba con las tendencias literarias y con los procesos sociales mundiales.
En Venezuela, el activismo político alentado por el fervor revolucionario de grupos de izquierda provocó un radicalismo que se tornó en violencia. De hecho, el período comprendido entre 1951 y 1970 estuvo marcado por una intensa agitación política, estética e ideológica. En lo político, fue relevante la lucha contra la dictadura de Marcos Pérez Jiménez (quien estuvo en el poder desde 1952 a 1958), la cual originó un gran consenso entre sus opositores. En lo literario, Pedro Díaz Seijas identifica dos grupos que venían perfilando un nuevo movimiento poético: Cantaclaro y Sardio. Aunque el espíritu de cada nueva corriente contemple una actitud de ruptura con los movimientos literarios precedentes, aspirando a convertirse en la voz representativa de su entorno más cercano, no se puede obviar el influjo que ejerció la vanguardia en esta nueva etapa llevada a cabo por las generaciones anteriores. Por ello, aproximarse a una definición de las tendencias de este período debe tomarse en cuenta esa influencia.

La vanguardia literaria en Venezuela apareció a comienzos del tercer decenio del siglo veinte, cuando llegan las ideas y teorías producidas en el mundo después de la Primera Guerra Mundial. Sin embargo, las influencias de los movimientos de vanguardia como el creacionismo, el ultraísmo, el dadaísmo y el surrealismo provenientes de Europa son recibidas con cierto retraso, ya que fueron movimientos que se habían iniciado en la década del 20 (siglo XX); no obstante, esas corrientes incidieron en la obra de algunos escritores de la generación de vanguardia venezolana, animados por ciertas intenciones iconoclastas.

Luego, en el año 1938 surge el Grupo Viernes el cual manifestó sus pretensiones de reunir las “excelencias de dos generaciones” (Liscano, 1995: 141); sin embargo, su influencia se extendió a las generaciones siguientes. De esa manera, se puede afirmar que la generación de vanguardia venezolana, formada paralelamente con la reacción política contra la dictadura de Juan Vicente Gómez (1908-1927), y la llamada “generación Viernes” (1936-1941) constituyen los antecedentes más inmediatos de las nuevas tendencias literarias de la posvanguardia. A este respecto Díaz Seijas considera que:

El proceso estético que se opera en nuestra poesía, en forma radical, desde los días de “Viernes”, no se detiene posteriormente en ningún momento. Eso sí, el contagio y la confusión en quienes aspiran a inscribirse, como mensajeros de la palabra poética, producen una idéntica actitud de búsqueda y una numerosa adhesión a tales propósitos (…) Observaríamos que a partir de “Viernes”, el famoso grupo renovador de la poesía venezolana, frente al saldo romántico y modernista, vigente hasta los primeros años de la década de los treinta en el país, lo que fue la influencia surrealista en un primer momento, procedente especialmente de Francia en los días posteriores a la primera gran conflagración mundial, se ha desinteresado hasta caer en el más oscuro desconcierto del propio objetivo de la palabra poética Los más jóvenes poetas venezolanos pareciera que hubiesen renunciado a los efectos buscados por la poesía a través de la palabra, que habían venido siendo obtenidos por la presencia de ese metalenguaje, en el que predomina la impertinencia de los términos de la predicación. (Díaz Seijas, 1986: 285)


Tanto Díaz Seijas como Liscano observan el peso de la violencia política en Venezuela en la producción poética y en la narrativa de la época estudiada por nosotros. Por ejemplo, de las luchas clandestinas contra la dictadura de Marcos Pérez Jiménez surgió el Grupo Cantaclaro (1950), cuyos integrantes tenían una orientación política de izquierda. En el primer y único número de la Revista Cantaclaro se esbozó el ánimo del grupo en tres puntos básicos de su manifiesto: “1) Cantaclaro es un grupo de revolucionarios progresistas e integrales; 2) Cantaclaro cree en un Arte [sic] del hombre y para el hombre; 3) Cantaclaro cree en la personalidad cultural de América. (en Santaella, 1992: 53).

Los poetas de este grupo fueron Miguel García Mackle, Rafael José Muñoz y Jesús Sanoja Hernández. Rafael José Muñoz (1928-1981) colaboró en revistas literarias y publicó Círculo de los 3 soles (1969) texto que lo consagra como poeta; mientras que Jesús Sanoja Hernández (1930), poeta y ensayista, se afianzó en el estudio de las realidades sociales, lo cual ocasionó que su creación poética fuera postergada por el análisis político.


Díaz Seijas opina que la poesía del Grupo Cantaclaro “respira un aire épico, en que la naturaleza y el hombre cobran dimensiones extraordinarias” (Díaz Seijas, 1986: 277).

En cuanto al Grupo Sardio (1958-1961), Díaz Seijas resume que el espíritu de sus poetas buscaba un “remozamiento del lenguaje y pugnan por la imagen de términos casi inaprehensible [sic]. Lo cósmico y la angustia universal del hombre parecen bullir con fuerza” en sus obras (Díaz Seijas, 1986: 277).
Díaz Seijas menciona dentro del Grupo Sardio a los poetas Guillermo Sucre, Ramón Palomares, Luis García Morales, Edmundo Aray y Francisco Pérez Perdomo. Por su parte, Juan Carlos Santaella señala como parte de este grupo, a Adriano González León, Elisa Lerner, Salvador Garmendia, Rómulo Aranguibel, Rodolfo Izaguirre, Efraín Hurtado y Héctor Malavé Mata (Santaella, 1992: 57).


Fuera de los Grupos Cantaclaro y Sardio aparecieron otros poetas: Juan Ángel Mogollón, Manuel Vicente Magallanes, Dionisio Aymará, Juan Calzadilla, Efraín Subero; mientras que en Maracaibo nace el grupo poético Apocalipsis (1955) cuya figura central fue Régulo Villegas (1928). El grupo fue animado por Hesnor Rivera quien, como Juan Sánchez Peláez, viajó a Chile y estableció contacto con el Grupo Mandrágora, de filiación surrealista. Los méritos de Apocalipsis fueron “romper con una tradición poética regional anclada en el retoricismo de las glorias locales” de finales del siglo XIX, y “ofrecer una producción poética renovadora y espontánea” (Liscano, 1995:179).


Díaz Seijas refiere que a partir del año 1942 comienzan a aparecer los más importantes libros, especialmente de poesía, que definirían una etapa de nuestra literatura diferente a la anterior. No obstante, en relación, por ejemplo, con la novela de los años posteriores señala que el cultivo de este género fue limitado y pocos narradores habían superado la fuerte generación encabezada por Arturo Uslar Pietri en el año 1928, debido quizás a las diferentes tendencias y a una aparente indecisión que había caracterizado a la novela de esos años (Díaz Seijas, 1986: 272).
Los escritores de novela que se mencionan para esta etapa son Alí Alejandro Lasser, Enrique Muñoz Rueda, Gloria Stolk, Salvador Garmendia y Argenis Rodríguez, entre otros.

En lo atinente al desarrollo del cuento, Díaz Seijas considera que son pocos los nombres que sobresalen en este período, y que a la generación del 42 habría que agregar los libros que esos mismos autores publicaron, entre los que menciona a Héctor Mujica (La ballena roja, 1961), Oswaldo Trejo (Aspasia tenía nombre de corneta, 1953), Arturo Croce (La ciudad aledaña, 1959) y Oscar Guaramato (La niña vegetal, 1956) ; no obstante, sí destaca la aparición de Adriano González León y Héctor Malavé Mata en los concursos de cuentos del diario El Nacional (Díaz Seijas, 1986: 282).

Igualmente subraya el valor que tuvieron los medios de divulgación de ideas y tendencias filosóficas y estéticas, aunque de manera tímida, en las páginas literarias de diarios como El Nacional, El Universal y Últimas Noticias; y de revistas como la Revista Nacional de Cultura y Zona franca, entre otras, medios que sirvieron para dar cauce a diferentes manifestaciones literarias.
Díaz Seijas y Liscano coinciden en apuntar que los narradores surgidos de los grupos literarios, y que se formaron al calor de las modas e influencias foráneas, pretendían una ruptura total con la vieja tradición narrativa venezolana; principalmente con el denominado “ciclo de Peonía”, el cual comprende desde la publicación de la novela Peonía (1890) de Manuel Vicente Romero hasta la novela Doña Bárbara (1929) de Rómulo Gallegos. Sin embargo, a pesar de que esa ruptura no fue del todo lograda, y sus resultados “no han podido superar el subdesarrollo en el terreno de la ficción” (Díaz Seijas, 1986: 283), fue positiva la búsqueda emprendida por los más jóvenes narradores de aquel momento, tales como nuevos enfoques éticos y estéticos, así como el papel del lenguaje dentro del mensaje narrativo.

En contraste con la visión de Díaz Seijas en cuanto la escasez de narradores en este período, Liscano recalca los diversos intentos narrativos realizados en la década del 50, caracterizados por una producción literaria ajena al ruralismo y el paisajismo, además de la aproximación a la temática de la condición humana y a la vida del hombre de la ciudad. Novelistas como Enrique Muñoz Rueda, Alí Alejandro Lasser y Lina Jiménez; y los cuentos de Enrique Izaguirre y de Rafael Zárraga, cuya temática se apega a la realidad del sexo o de la condición miserable del trabajador, dan cuenta de esa nueva narrativa (Liscano, 1995: 80).


Igualmente, surgen los nombres de José Balza, Jesús Alberto León, Francisco Massiani, Laura Antillano, Luis Britto García, Ramón Bravo, Carlos Noguera, Argenis Rodríguez y David Alizo; autores nacidos después de la década de los treinta y cuya obra presenta una marcada tendencia por la ruptura.



Fuera de este grupo, y pertenecientes a la generación anterior a los años 30, se destacan Salvador Garmendia, Adriano González León y Gustavo Luis Carrera, quienes produjeron una obra narrativa de verdadera trascendencia después del vacío dejado por Rómulo Gallegos y Guillermo Meneses. Algunos jóvenes nacidos después de la década del 50, como José Napoleón Oropeza, entre otros, se estaban formado en los talleres literarios del Centro de Estudios Latinoamericanos Rómulo Gallegos y en la revista Hojas de Calicanto, fundada por Antonia Palacios (Díaz Seijas,1986: 283).

Ambos críticos destacan la aparición de la novela Piedra de mar (1968) de Francisco Massiani, en la cual se maneja un lenguaje testimonial; y Luis Britto García con su libro de cuentos Rajatabla (1970), en el cual se aprecia un gran poder verbal. Asimismo, mencionan a Ramón Bravo, Carlos Noguera y David Alizo, quienes ofrecen variadas tendencias en la concepción del ejercicio narrativo; y Argenis Rodríguez, para quien el “nivel semántico del relato es lo fundamental”, sin mayores “artificios de técnica discursiva” (Díaz Seijas, 1986: 284).

Los cambios políticos y sociales trajeron consigo nuevos modos para expresar la relación del hombre con su entorno. Muchos de esos autores pretendían una ruptura con el viejo estilo estético y hacer antiliteratura como una forma de “liberar el lenguaje de sumisión a la cultura y al sistema” (Liscano, 1995: 85). Por ello, comienzan a experimentar con un lenguaje más cercano a lo humano, y que, a su vez, permitiera el desenmascaramiento y la subversión. La narrativa de este período se orientó hacia el nihilismo, “fuera de las moralejas o conclusiones edificantes sin que se excluyera la toma de conciencia y la necesidad de poner en tela de juicio los valores tradicionales” (Liscano, 1995: 85).

A partir del año 1958 el Grupo Sardio llegó a ser el núcleo principal de las nuevas tendencias y de los propósitos de revisión literaria y cultural del país. El grupo, conformado por poetas, narradores y artistas plásticos, comenzó a canalizar las nuevas inquietudes literarias y “aspiró a representar la nueva sensibilidad y a orientar a las promociones intelectuales recientes” (Liscano, 1995: 86). También concurrían en Sardio, además de los escritores ya mencionados anteriormente, Gonzalo Castellanos y el artista plástico Manuel Quintana Castillo.

Sardio sufrió los rigores de la dictadura y luego del año 1958 el grupo resurgió con la publicación de sus editoriales “Testimonios”, donde “enunciaba ideas, formulaba críticas, proponía valoraciones, definía el compromiso” (Liscano, 1995: 85). Los propósitos del Grupo Sardio contemplaban una firme obligación con la cultura nacional así como la práctica de “un humanismo político de izquierda que lleve a los vastos sectores desasistidos del país una educación racional y democrática y que incorpore a nuestro pueblo al goce profundo de los grandes valores del espíritu”, entre otros aspectos que fueron ampliamente expuestos en su manifiesto (Santaella, 1992: 57-67).
Lo común entre los integrantes de Sardio era la influencia recibida por el sartrismo, además de la de escritores como Simone de Beauvoir, Thomas S. Eliot, Dylan Thomas, Franz Kafka, Albert Camus, entre otros; al igual que de escritores del boom latinoamericano tales como Alejo Carpentier, Ernesto Sábato, Miguel Ángel Asturias, Juan Rulfo y Jorge Luis Borges, quienes sustentaban ideas como la universalización de nuestra literatura evitando la obra de inspiración regional, la cual, por excesos del color local, “había viciado de raíz gran parte de nuestras manifestaciones artísticas” (Liscano, 1995:86). Igualmente expresaron una fuerte condena a la dictadura por representar la negación de la esencialidad humana y de la inteligencia.
Posteriormente, la situación política del país repercutió en la unidad de Sardio y algunos de sus integrantes se disiparon. De ese resquebrajamiento surgió El Techo de la Ballena (1961-1965), grupo que concretó los propósitos revolucionarios que habían comenzado a dividir a los integrantes de Sardio, en el marco de las confrontaciones políticas y de la insurrección literaria. Los integrantes de El Techo de la Ballena se propusieron subvertir el orden mediante el lenguaje y el arte. El grupo sirvió para canalizar las inquietudes de muchos escritores, tales como las represiones e inhibiciones lingüísticas y conceptuales (Liscano, 1995:174).

Por medio de tres manifiestos titulados “Para la restitución del magma” (1961), “Segundo manifiesto” (1963) y “¿Por qué la ballena?” (Rayado sobre el techo, N° 3), publicados en una revista titulada Rayado sobre el techo (Liscano, 1995: 88.), el grupo plantea sus enfoques estéticos e ideológicos, expuestos, además, con cierta agresividad, lo cual define su “carácter fundamentalmente polémico” (Santaella, 1992: 69).

También aparecieron algunos libros como Asfalto-infierno (1963) de Adriano González León, Los venenos fieles (1963) de Francisco Pérez Perdomo, y ¿Duerme usted, señor Presidente? (1962) de Caupolicán Ovalles. Lo más importante de este grupo de escritores, dice Liscano, es que “quedaban las experiencias literarias válidas y audaces que sacudieron en su raíz nuestra poesía y nuestra prosa y se abrieron a la imaginación y al delirante juego semántico” (Liscano, 1995: 88).

En distintos momentos animaron El Techo de la Ballena Carlos Contramaestre, Edmundo Aray, Efraín Hurtado, Caupolicán Ovalles, Adriano González León, Salvador Garmendia y Juan Calzadilla, con predominio de los poetas sobre los prosistas (Liscano, 1995: 88).

En pleno período de efervescencia política en el país, aparecieron los libros Los pequeños seres (1959), de Salvador Garmendia, y los relatos de Las hogueras más altas (1957), de Adriano González León; ambos escritores han sido calificados como iniciadores de la renovación narrativa que estaba en marcha. En Los pequeños seres Salvador Garmendia logra una narrativa de realismo visceral de aparente objetividad y en la que se destaca el detalle físico, los objetos y la condición alienada y baja de la gente. Por su parte, con Las hogueras más altas Adriano González León consigue magnificar el apego a la realidad. Los dos escritores se mantuvieron en una línea continua de narrativa nacional (Liscano, 1995: 89).


En general, la novela de este período presentó diversas posibilidades expresivas basadas en un realismo abierto y con un estilo en el que se acentúa la escritura “hablada” y “una reacción contra el estilo culto y el barroco del realismo mágico” (Liscano, 1995: 94), pero tratando de mantener su propio horizonte. En cuanto al lenguaje, Liscano aprecia dos tendencias generales: “la que concede al factor estético una importancia mayor y la que reacciona contra él –aparentemente– y practica un estilo derivado del modo de hablar corriente, con sus imprecaciones y excesos, sus groserías y sus modismos, su despojamiento imaginífero [sic] y su poder de expresar sucintamente las reacciones más crudas del ser humano” (Liscano, 1995: 94). Para Liscano, Adriano González León y Salvador Garmendia tipificaron esas dos tendencias, sin descartar, uno, el estilo “bajo”, y el otro, la escritura culta.
Por su parte, los narradores José Balza, José Santos Urriola y Luis Britto García mantienen una actitud esteticista ante el fenómeno narrativo. En cambio, el lenguaje hablado, la crudeza y la ruptura lírica predominan en las narraciones de Ramón Bravo, Argenis Rodríguez, José Vicente Abreu y Francisco Massiani. Liscano apunta que “de una literatura impersonal, interesada en exponer los problemas hacia fuera, se pasó a una literatura personalizada, en que el autor habla en primera persona, no propiamente como héroe, sino como testigo y mediante su presencia se despliega la realidad exterior” (Liscano,1995: 96).

Entre los años 1961 y 1966 se formaron muchos grupos y aparecieron numerosas revistas afines a los objetivos de subversión del lenguaje y de los valores establecidos. Entre éstas sobresale Tabla redonda; sin embargo, esta revista procuró evitar el tema de la violencia política y el lenguaje poético caótico, con lo que se despojó de la explosión anárquica provocada por grupos como El Techo de la Ballena. La revista fue dirigida por Jesús Sanoja Hernández y contó con la colaboración del poeta Rafael Cadenas (Liscano, 1995: 175).

Otra novedad que surgió en ese período fue el Grupo En Haa (1962), cuyos integrantes eran para ese momento estudiantes universitarios: José Balza, Carlos Noguera, Jorge Nunes, Lubio Cardozo y Teodoro Pérez Peralta; luego se sumaron escritores como Armando Navarro, Aníbal Castillo y Argenis Daza Guevara, entre otros. Miembros más jóvenes y pertenecientes a otros grupos también colaboraron en sus publicaciones. En Haa “no precisó (…) [de] manifiesto o declaraciones de posiciones estéticas doctrinarias ni pretenciones [sic] valorativas polémicas” (Liscano, 1995: 179), debido, quizás, al agotamiento causado por las actuaciones combativas de El Techo y Sardio. Por otra parte, también se liberó de la politización. Con el sello de En Haa fueron publicados interesantes libros de poesías de Argenis Daza Guevara, Carlos Noguera, Jorge Nunes, Víctor Salazar y Aníbal Castillo. En Haa se caracterizó principalmente por su eclecticismo artístico. La tónica de la producción poética del grupo fue muy diferente, ya que a veces adoptó una marcada actitud introspectiva, como por ejemplo Oscilaciones (1966) e Imágenes y reflejos (1967) de Jorge Nunes; mientras que la poesía de Aníbal Castillo, en Evasiones (1965), elude la confrontación consigo mismo para “volcarse en una aventura del lenguaje” (Liscano, 1995: 179).


En relación con el tema de la violencia política y las luchas revolucionarias tratadas en la narrativa de la época, Liscano apunta que mientras unos alcanzaban un respetable nivel de autenticidad testimonial en forma directa, otros sin embargo caían en la retórica verbal y demagógica en un estilo que quería ser literario, pero que en definitiva resultaba mala literatura y carecía de autenticidad. Por ejemplo, Britto García en Vela de armas (1970) resalta las luchas armadas en Venezuela, pero exagera lo que quiere ser una denuncia lingüística y política del allanamiento a la Universidad Central. Por su parte, en Largo (1968) José Balza se siente en la necesidad de rendir tributo a la violencia política, añadiendo a la trama difusas participaciones de su personaje principal en acciones subversivas (Liscano, 1995: 97).

Liscano hace la excepción de la novela Los habituados (1961) de Antonio Stempel París, pues fue la obra que se alejó del tema de la violencia para “adentrarse en un conflicto de tipo psicológico convirtiendo a su protagonista en su propio delator. Esta obra escapa por completo a los simplismos inspirados por una militancia unilateral y a los excesos retóricos” (Liscano, 1995: 97).



Tratando de hacer un resumen general de la literatura del período de la posvanguardia venezolana, Liscano sintetiza este lapso con el realismo mágico de González León, el realismo expresionista de Salvador Garmendia, el realismo subjetivo y los rasgos de neopicaresca de Renato Rodríguez, las técnicas filtradas del nouveau roman de Ramón Bravo, la experimentación psicológica y estetizante de José Balza, el realismo testimonial y documental de José Vicente Abreu y Argenis Rodríguez, las parodias de Luis Britto García y Carlos Noguera, y el aporte de Francisco Massiani en su propósito de expresarse en un estilo oral (Liscano, 1995: 122).

En las diferentes proclamas y manifiestos de los grupos de la posvanguardia y de su producción literaria se puede apreciar cierta analogía en los objetivos que cada uno de ellos perseguía. Esa aproximación nos permite considerar que estamos frente a un ciclo en el cual el denominador común es el rechazo a todo lo anterior, siempre con el ánimo de transgredir el sistema imperante y manifestar la disconformidad con lo canónicamente establecido, para luego surgir con la promesa de un cambio. Los poetas y narradores se convierten, así, en una especie de profetas que buscan mediante el lenguaje la reivindicación de las causas más nobles.

Para tener un acercamiento a la época de nuestra posvanguardia hay que tomar en cuenta la complejidad y diversidad de tendencias que se entrecruzaron en la formación personal de cada uno de los poetas y narradores. También hay que incluir en el análisis la propia realidad del momento y las necesidades expresivas de cada escritor, enmarcadas dentro de una geografía única, un sistema político-social específico, así como el contexto histórico y cultural venezolanos. Los poetas y narradores de este período conformaron, junto con el paisaje, un mosaico de nuestra cultura, en la que coexistieron lo auténtico venezolano con lo foráneo, así como cierta tensión entre lo nuevo y lo viejo, en un intento por lograr una unidad siempre en un marco de rebeldía innata, la cual parece caracterizarnos. Pedro Díaz Seijas y Juan Liscano toman esas variables en sus análisis, lo cual nos permite tener una panorámica general de la literatura venezolana del lapso en estudio.

De tal manera, todas sus apreciaciones sugieren que la postura general de los posvanguardistas fue de una clara apuesta por la irreverencia mediante el cuestionamiento y la disconformidad. La disidencia en la literatura se presenta como un estado del pensamiento animado por el impulso de transgredir los límites de los sistemas literarios canonizados para invertir los valores tradicionales; sin embargo, persiste una reflexión, incluso filosófica, sobre el acto creativo que ya no sólo obedece a razones estéticas, sino a los procesos sociales en los que se ve envuelto el escritor para quien crear, en circunstancias políticas o sociales extremas, constituye un desafío al poder, incluso a la vida, desde el arte y la literatura.

Gracias al estudio crítico de nuestra literatura realizado por Juan Liscano y Pedro Díaz Seijas, podemos concluir que la posvanguardia de la literatura venezolana (1951-1970) fue una etapa caracterizada por la aparición de movimientos e individualidades con un importante espíritu renovador del arte. Debido a la situación político-social que atravesaba el país en aquella época muchos escritores mantuvieron una postura radical contra el sistema imperante, lo que generó variadas posiciones de pensamiento pero en general, y a pesar de las diferencias, las promociones de autores surgidas en ese período coincidieron en la búsqueda de la innovación literaria tanto en el manejo del lenguaje como en el tratamiento de los temas. En algunos casos, tomó gran relevancia el tema de la violencia política, lo cual repercutió de manera significativa en sus obras evidenciando un intento de ruptura o reacción contra las formas tradicionales de la literatura.



BIBLIOGRAFÍA GENERAL

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Electrónicos
Instituto autónomo Biblioteca Nacional. (s/f). Bibliografía venezolana. Formato CD-Rom, volumen II español/ ingles. Caracas.




Por María Eugenia Betancourt
Caracas, Venezuela.