sábado, 9 de octubre de 2010


Nuestra condición Macbeth


Como ya nos anunciara Wilson Knight, enfrentarse a la obra Macbeth, del gran Shakespeare, resulta una tarea de gran dificultad, principalmente por la atmósfera sobrenatural que envuelve todo desde el principio, en donde imperan el asombro y el misterio; pero sobre todo por la sensación de que algo inconmensurable va a suceder al entrar a ese territorio extraño donde no caben las certezas. Sin embargo, si de algo se puede tener cierta certidumbre es que estamos frente a un evento trascendente que, como un eterno retorno, nos obliga a mirar hacia nosotros mismos en busca de la ineluctable naturaleza humana.



Lo sagrado y lo profano

Al inicio de la obra, en la escena III del primer acto, tres brujas1 realizan un conjuro, que no está dirigido directamente a Macbeth, pero es como si lo fuera:

Bruja 1ª: (...) ¿Qué puerta quedará segura cuando de todos los puntos de la rosa soplen los vientos? Ni una vez podrá conciliar el sueño (...).2

Luego se produce el encuentro de Macbeth, junto a Banquo,3 con las extrañas mujeres, hermanas fatídicas, y sus raros anuncios. Este hecho ocurre inmediatamente después de que Macbeth ha librado una guerra y por tal motivo se encuentra bañado en sangre. En cierta forma, la situación presenta cierto paralelismo con el episodio de la Odisea, de Homero, cuando Odiseo vierte sangre como vehículo para entrar al Hades a encontrarse con Tiresias. Por supuesto, el sentido de verter sangre difiere en ambos casos: mientras Odiseo derrama la sangre de un animal para un ritual, en Macbeth es sangre humana vertida en un combate salvaje. Sin embargo es significativa la analogía de la sangre, la cual se convierte aquí en simbolismo relacionado con lo sobrenatural y la muerte, “tragedia de sangre”, como dice Bloom.

Este acontecimiento adquiere mucha importancia por el perfil que luego va a dar al desencadenamiento de los hechos, es decir, la irrupción de lo sobrenatural en el mundo natural, de lo cotidiano y común, así entendido, y por la influencia que ejerce esa irrupción en las conductas del matrimonio Macbeth.

Eliade dice que “lo sagrado se manifiesta siempre como una realidad de un orden totalmente diferente al de las realidades naturales”;4 no obstante, igual se podría decir cuando estamos en presencia de un hecho sobrenatural en sentido negativo, es decir, del mal, puesto que también éste emana una “aplastante superioridad de poderío” y que, como lo sagrado, nos enfrenta a una experiencia terrorífica e irracional. Pudiera decirse entonces que tanto lo sagrado como lo profano, entendido aquí como el bien y el mal, se establece tal correspondencia que provoca por igual ese sentimiento de espanto en el ser humano. El mal absoluto, dice Knight, “por lo tanto ajeno al hombre, se muestra en esencia como inhumano y sobrenatural”.5 Sin embargo, resulta un tanto desconcertante cuando Macbeth no se muestra tan espantado, como podría esperarse ante un hecho de esa naturaleza, sino más bien por las palabras que los seres sobrenaturales le confieren (tanto así que incluso más adelante regresa a hacerles más preguntas). Evidentemente, Banquo se percata de que las palabras de las brujas fueron más impactantes para Macbeth que la rara situación en pleno páramo, al saludarlo por su propio nombre y como señor de Glamis, Cawdor y futuro rey de Escocia:

Banquo: ¿De qué nace ese terror, amigo Macbeth? ¿Por qué te asustan tan gratas nuevas?6

Tal aparición y las premoniciones suponen inmediatamente que se deba tomar una opción: negarlo o creerlo. Macbeth le da crédito a lo que las mujeres dicen, brujas reales o fabricadas por su conciencia, y consecuentemente se obsesiona con la idea de ser rey de Escocia. A partir de allí, ahora sí, comienza lo que las “mujeres” habían anunciado antes en el conjuro, como la “abertura de una puerta infernal”, y que el propio Macbeth había refrendado:

¡Día de sangre, pero hermoso más que cuantos he visto!7

Se producirá así una inversión de la propia naturaleza, cuando los vientos soplen y el caos se apodere de la tierra y de los corazones de los hombres, hasta ahora nobles; tal vez por el hecho de que “Macbeth mismo es un vidente involuntario, casi un médium oculto, espantosamente abierto a los espíritus del aire y de la noche”,8 y, tal como Odiseo, aunque con distintas motivaciones, encontró la manera de abrir las puertas del inframundo.

El oxímoron de lo bello y terrible al mismo tiempo contempla, de manera dramática, igual que las palabras de las brujas, en lo que se convertirán la propia Naturaleza y la psiquis de los personajes. Bloom, refiriéndose a la obra, observa que “La imaginación (o la fantasía) es un asunto equívoco para Shakespeare y su época, en la que significaba a la vez el furor poético, como una especie de subtítulo de la inspiración divina, y un desgarrón en la realidad, casi un castigo por el desplazamiento de lo sagrado en lo secular”.9

A propósito de la religiosidad de Macbeth, Bloom dice que “No hay nada de específicamente anticristiano en sus crímenes; ofenderían virtualmente toda visión de lo sagrado y lo moral que haya conocido la crónica humana”,10 y que sus terrores son más chamanistas que cristianos puesto que “Macbeth gobierna en un vacío cosmológico donde Dios está perdido, o demasiado lejos afuera o demasiado lejos dentro para ser conminado de nuevo”.11 Así pues, en lo sagrado y lo profano, como en lo bello y lo terrible, se mezclan y confunden el bien con el mal.



Orden y caos

Nuestro mundo representa el orden cosmizado, obra de los dioses, separado de esa otra parte opuesta y desconocida que es el caos y que, según Eliade,12 es un espacio extraño poblado de demonios. La irrupción del mal en el mundo organizado representa una ruptura de los niveles que mantienen separados ambos mundos, que se presenta como fuerza en pugna contra el bien, y hace mella en el espacio sagrado conferido por los dioses.

Es de suponer, entonces, que las brujas, quienes han perdido condición de “persona”, pertenecen a ese espacio caotizado y representan las fuerzas del mal, donde el mal es bien y el bien es mal, como si tergiversaran el orden moral (aunque Bloom, citando a Nietzsche, dice que “los prejuicios de la moralidad no son pertinentes para tales demonios”13 ). En todo caso, el caos se apodera del mundo a partir del asesinato del rey Duncan,14 aparentemente aumentado por la fuerza del hechizo de las brujas, y entra con estrepitosos golpeteos del infierno,15 que es la propia casa de Macbeth. Las llamadas a la puerta rompen las barreras entre el bien y el mal, y un viento, el del conjuro, puede penetrar hasta las almas de los hombres. Al traspasar las fronteras, el mal es capaz de dislocar a los hombres, que como Macbeth, no tienen la fortaleza moral y psíquica para contrarrestarla, consciente e inconscientemente. ¿Se tratará de un problema de fe? Dice Macbeth:

Yo soy inaccesible al miedo. Tengo estragado el paladar del alma. Hubo un tiempo en que me aterraba cualquier rumor nocturno, y se erizaban mis cabellos cuando oía referir alguna espantosa tragedia, pero después llegué a saciarme de horrores: la imagen de la desolación se hizo familiar en mi espíritu, y ya no me conmueve nada.16

El tiempo parece detenerse como una terrible noche eternizada, avergonzando al día, y la naturaleza cobra otra forma, extraña y llena de espanto. Hay una inversión del orden natural de las cosas, donde la lechuza caza al halcón y los caballos se devoran entre sí.

Lénnox: ¡Mala noche! El viento ha echado abajo nuestra chimenea. Se han oído extrañas voces, gritos de agonía, cantos proféticos de muerte y destrucción. Las aves nocturnas no han cesado de graznar. Hay quien dice que la tierra misma se estremecía.17

Bajo este estado, las cosas adquieren otra apariencia, más cercana a la pesadilla que a la realidad. El páramo y demás ambientes de la obra reflejan una tensión acumulada durante largo tiempo y la posibilidad de que ocurra una catástrofe. Los animales más feroces y horribles, como el oso ruso, la lechuza, el murciélago, el cuervo, el búho, incluyendo los que utilizan las brujas para sus conjuros, se apoderan del ambiente lúgubre que envuelve toda la obra, e impregnan a los personajes de su extraña presencia, como mensajeros del mal. Apariciones y espectros son ahora parte de la nueva “realidad”. Macbeth no puede dormir más, mientras en el otro extremo está el sonambulismo de Lady Macbeth, porque el sueño sería un alivio a la pesadilla de la “vigilia” a la que está condenado. “La pesadilla es una conciencia del mal absoluto”, refiere Knight. Y ese ambiente tenebroso, brumoso, que rodea todo, se refleja en el estado anímico de los personajes, en constante zozobra, miedo y agitación.

En definitiva, cuando el mal traspasa las barreras al mundo cosmizado, o sagrado, que es el imago mundi18 (aquí simbolizado por los lugares donde se desarrolla la historia: Escocia, Inglaterra), el orden natural del espacio y el tiempo se invierte. El mar, el cielo y la tierra se vuelven un caos, incluyendo la psiquis de los hombres, que lo inducen al crimen y lo mantienen en la incertidumbre, el desasosiego y la irracionalidad imperantes. Por ello, al final de la historia, al morir el mal, personificado por Macbeth, quizás “hechizado”, o mejor, sugestionado por las brujas, las cosas vuelven a su sitio y se libera al tiempo.

Cabe la posibilidad, sin embargo, de que el mal arraigado en Macbeth no sea producto de factores externos a él, sino más bien, que el mal pre-exista en el hombre, y cuando fuerzas extrañas irrumpen en el alma humana, se produce el desencadenamiento de esa maldad que habita en el alma, como una sombra que, según López-Pedraza,19 es lo que desconocemos de nosotros mismos. Para Jung, la “sombra” es el arquetipo que representa aspectos de la personalidad del individuo que éste se niega a reconocer en sí mismo. En ese aspecto sombrío que alberga los excesos del alma humana, es posible que veamos dimensiones éticas de nuestra propia conducta que promueven la desmesura, o hybris, quizás por la incomprensión de la obligación ética y moral que cada ser tiene.



La ambición y el poder

La alegoría es una personificación pero no una persona y, a la manera de los Mistery plays de la Inglaterra medieval, se hace patente en la obra por la ambición desmedida para alcanzar el poder, representada en un solo hombre: Macbeth, en quien el mal cobra una realidad material. Quizás por intermedio de la imagen de las brujas, Macbeth está comunicando su propia voluntad de poder, porque “sabe” que puede conquistarlo y, en su vigilia, es capaz de construir todos los artificios necesarios para llegar a él, convirtiendo lo imaginario en real. Así, maquiavélicamente, lleva a cabo sus crímenes como medios que justifican el fin de ser rey y obtener el poder. De esta manera, su primer asesinato, el del rey Duncan, su primo, lo realiza para obtener la corona sin merecerla. Pero como en toda relación de sometimiento, la violencia y el crimen se convierten en una máquina en donde una acción no puede permanecer aislada, gradualmente comete los siguientes, mucho peores, para mantenerse en el poder contra la voluntad de los habitantes de Escocia. Lo paradójico es que Macbeth está consciente de que el crimen lo llevará inevitablemente al desastre, y que así como él somete a sus congéneres para mantenerse en el poder, de la misma manera, él es víctima de ese poder. Aunque se pudiera ver también como víctima de un “más allá”, como nos dice Bloom. La culpa y la desgracia le acompañan en su “semiconciencia”, que expresa directamente, otras veces como “actos fallidos”,20 sumergido en un tormento que aun desde el poder no consigue librarse, porque no puede escapar de sí mismo. Dice Macbeth:

¿Por qué no pude responder “Amén”? Yo necesitaba bendición, pero la lengua se me pegó al paladar.21

y:

¡Oh, si la memoria y el pensamiento se extinguiesen en mí, para no recordar lo que hice!22

Quizás su única posibilidad de liberación sea la muerte:

Macbeth: ¡Ojalá hubiera muerto yo pocas horas antes! Mi vida hubiera sido del todo feliz. Ya han muerto para mí la gloria y la esperanza...23



Ánima y animus

Es evidente que al principio la pareja de los esposos Macbeth se muestran como complementarios. La mutua pasión entre ellos depende del sueño de ambos de una grandeza compartida, prometida por Macbeth, nos dice Bloom.24 Y quizás esa complementariedad se deba a lo que dice Jung sobre el ánima, que es el aspecto femenino inconsciente del hombre, y animus es el aspecto masculino inconsciente de la mujer. Como se ve, el ánima y ánimos son personalidades según la cual Macbeth y su mujer se relacionan desde proyecciones inconscientes mutuas. Tal complementariedad permite que apreciemos, al inicio de la obra, cierto equilibrio, comprensión y hasta ternura entre ellos; incluso, la “virilidad” de ella, cuando le induce al regicidio, despierta admiración en su esposo.

La unión de las diferencias forma la naturaleza misma del ser humano, basada en la complementariedad y la oposición de las diferencias. Sin embargo, según Balandier, “los mitos explican la unión difícil de los sexos, de los principios machos y hembras, en dos versiones paralelas pero que difieren totalmente en el momento del desenlace, uno acaba en fracaso y el otro en éxito”.25 En la obra observamos cómo en forma gradual la pareja se va distanciando psíquicamente, mientras se van desarrollando, a medida que sus acciones y pensamientos progresan, hasta llegar a convertirse en antagonistas. Así, Macbeth, el “bueno”, se convierte en un tirano cuando Lady Macbeth, la “villana” del principio, fría, calculadora y perversa, que le induce a cometer el crimen, se torna dócil e indefensa hacia el final, hasta llegar al suicidio (que sería una muestra de debilidad extrema, y ahí se ve que la persona sufre también con el mal). En ella existe una relación entre fatalidad y culpabilidad, de palabras terribles, y que abrigan mucha maldad, llena de una pasión pero negativa.

En cuanto a Macbeth, se puede apreciar claramente un cambio profundo en su carácter: pasa de ser un hombre bueno, honorable y fiel, a ser un tirano cruel y despiadado al que todos terminan odiando y traicionando. En ese mismo sentido, al principio, Lady Macbeth se muestra más ambiciosa que su esposo, y resulta evidente su esfuerzo en urdir el plan para cometer el regicidio; pero ya Macbeth había escuchado la voz de su propia conciencia, como una idea preconcebida, para acceder al poder.

El lado femenino de él y el masculino de ella se van transformando, y a partir del fallido banquete, Macbeth se vuelve juguete, ya no de su viril esposa, sino de Hécate. Las brujas, “musas de Macbeth”, como dice Bloom, sólo introducen esa posibilidad. Sin embargo no deja de ser un hecho notable que sean “mujeres”, aunque no lo parezcan del todo, junto a Lady Macbeth, las que influyeron como su ánima, es decir el lado femenino en Macbeth, en el desarrollo de sus pensamientos y acciones, y que a la vez pone en entredicho su “hombría”.

Por otro lado, llama la atención que la fertilidad convertida en infertilidad, tal como la aridez de la tierra, se personifica en Lady Macbeth de manera absoluta, en una negación total de la maternidad como hecho natural y humano.

En suma, hay una clara inversión de las psiquis de los personajes, seriamente afectadas por la ambición para acceder al poder, es decir, el lado “sombra” de cada uno de ellos se impone, los posee, y eso le da un giro inesperado al desenlace de la obra.

Casi como una conclusión, acercarse a la obra Macbeth podría asemejarse al descenso a los infiernos, porque penetrar en la conciencia humana, hacia el “lado sombra” del alma de Macbeth, tiene su toque de fascinación, tentación y terror del misterio que encierra lo oculto. Esto es literatura, pero por algo la psicología moderna trabaja con las emociones humanas que el arte atrapa, y trata de buscar, en el cuerpo psíquico, habitado por los dioses más reprimidos, las consecuencias de las trasgresiones provocadas por el orgullo humano, o hybris.

Macbeth es el personaje que cae por su ambición y eso lo convierte en un ejemplo de héroe trágico al modo medieval, que se derrumba por su propio error al querer rebelarse contra el estado natural de las cosas. Es un antihéroe, porque sus crímenes ponen de manifiesto su cobardía (Duncan es un viejo bondadoso, su primo y además es asesinado mientras duerme; igualmente, Macbeth asesina a mujeres y niños), sus acciones son contrarias a las de un verdadero héroe.

De esa forma, Shakespeare, en el teatro de venganza durante el periodo isabelino, retoma la categoría dramática griega de “destino”, pero ahora con otros sentidos: el destino es el azar simbolizado por la Rueda de la Fortuna, posteriormente, es la propia condición del héroe la que determina su propia caída. Macbeth ha transgredido las leyes naturales, las humanas, civiles y hasta militares, por ser general del ejército de Escocia, convertido en traidor y déspota. Su contraparte sería Macduff (que después de la muerte de Banquo, es quien lidera el ejército inglés) y la mayor amenaza para Macbeth, Némesis de éste —profetizado por las brujas—, como el “hombre no nacido de mujer” y único capaz de matarle.

Lealtad y patria por un lado y ambición y traición, por otro, mezclado con lo sobrenatural, el miedo constante, las trasgresiones a la naturaleza, y una culpa que todos comparten, como dice Knight, conforman el caos imperante tanto afuera como en el interior de los personajes, liderado por los Macbeth. Las brujas, tal vez Hécate, vienen a él porque le conocen sobrenaturalmente y “no ponen nada en su espíritu que no estuviera ya allí”, acota Bloom, refiriéndose a Macbeth.26

En líneas generales, la obra podría tomarse como metáfora de la condición humana, y la naturaleza del mal en la humanidad. El mal es una personificación de los hombres, no una persona humana, lo que establece la profunda complejidad moral de la obra —“aunque ningún sistema ético es definitivo”, como acota Knight— porque, sin embargo, la obra nos dice que el mal está en el hombre, quien tiene potencialmente la capacidad de hacer el mal de una manera intrínseca. Knight dice que “el mal de Macbeth está simbolizado en la enfermedad de una nación” (Escocia),27 lo que bien pudiéramos relacionar con las condiciones de nuestra época. Por ello, Bloom atribuye a Shakespeare la intención de que después que muere Macbeth “es menos liberación para nosotros”, a propósito de la liberación del tiempo, pues nos deja una rara sensación de ser nosotros como Macbeth, de manera “inescapable” y aterradora, así como de su imaginación como la propia nuestra, y de tener un destino semejante, y su mismo miedo, por el sentimiento de que estamos violando nuestras propias naturalezas tal como Macbeth.28 Simplemente aterrador.



Bibliografía

Balandier, G. (1975). “Hombres y mujeres o la mitad peligrosa”. En Atropo-lógicas. Barcelona, España: Ediciones 62.
Bloom, H. (2001). Shakespeare. La invención de lo humano. Bogotá, Colombia: Norma.
Eliade, M. (1973). Lo sagrado y lo profano. Traductor: Luis Gil. Madrid: Guadarrama.
López-Pedraza, R. (2003). De Eros y Psique, un cuento de Apuleyo. Caracas: Festina Lente.
Knight, W. (1979). Shakespeare y sus tragedias. La rueda de fuego. México: Brevarios, FCE.
Shakespeare, W. (1973). Macbeth. En Tragedias. Traductor: Luis Astrana Marín. Barcelona: Círculo de Lectores.
Wain, J. (1967). El mundo vivo de Shakespeare (guía para el espectador). Madrid: Alianza.


Notas

Todas las palabras de las brujas nos dan el marco de la obra, del caos y confusión tanto de la Naturaleza como del hombre.
Shakespeare, W. Macbeth, pág. 197.
Banquo es la contraparte de Macbeth en la historia. Es también un general que sigue fiel a su verdadero rey. Su fidelidad y las profecías de las brujas acerca de que será padre de una estirpe de reyes, representan una grave amenaza para Macbeth, por eso éste lo mata.
Eliade, M. Lo sagrado y lo profano; pág. 13.
Knight, W. Shakespeare y sus tragedias, pág. 211.
Shakespeare, W. Macbeth, pág. 198.
Shakespeare, W. Macbeth, pág. 197.
Bloom, H. Shakespeare. La invención de lo humano, pág. 523.
Ibídem, pág. 518.
Bloom, H. Shakespeare. La invención de lo humano, pág. 520-522.
Ibídem, pág. 526.
Eliade, M. Lo sagrado y lo profano; pág. 15.
Bloom, H. Ibídem, pág. 534.
El rey, quien confiaba plenamente en Macbeth, y eso es lo que carcome a éste durante toda la obra.
El portero dice: “¡Que estrépito! Ni que fuera uno portero del infierno”. Shakespeare, W. Macbeth, pág. 212.
Shakespeare, W. Macbeth, págs. 249-250.
Ibídem, pág. 213.
Un país entero, una ciudad, un santuario representan una imago mundi. “Flavio Josefo escribía, a propósito del simbolismo del Templo, que el patio representaba el Mar (es decir, las regiones inferiores); el santuario, la Tierra, y el Santo de los Santos, el Cielo”. Eliade, Lo sagrado y lo profano, pág. 16.
López-Pedraza, R. De Eros y Psique, un cuento de Apuleyo, pág. 48.
Acto fallido, según Freud, es aquel acto que manifiesta la forma de expresión contraria a la intención original del sujeto. Puede ser en la acción, en el discurso verbal, o en un gesto.
Shakespeare, W. Macbeth, pág. 211.
Ibídem, pág. 212.
Shakespeare, W. Macbeth, pág. 213.
Bloom, H. Shakespeare. La invención de lo humano, pág. 531.
Balandier, G. “Hombres y mujeres o la mitad peligrosa”, en Atropo-lógicas, págs. 17-21.
Bloom, H. Shakespeare. La invención de lo humano, pág. 532.
Knight, W. Shakespeare y sus tragedias, pág. 223.
Bloom, H. Shakespeare. La invención de lo humano, págs. 518-524.

El reto de la literatura en la globalización


¿Quién será capaz de suscitar una nueva utopía?
A. Moreiras.


Ya nos los demostró Edward Said: la literatura puede ser un instrumento de emancipación como lo ha sido de dominación. A propósito de ello, me parece significativo que se estén tocando ciertos temas cruciales para nuestros países a partir del debate que se ha venido dando desde las teorías poscoloniales y de la subalternidad, así llamadas, y que pueden ser abordadas a partir de la literatura en el ámbito latinoamericano, como parte importante de la cultura universal.
Estamos inmersos dentro de un meollo económico desproporcionado y todo se ha convertido en una cruzada por el poder y el bienestar material. Pero las coyunturas ofrecen ciertas oportunidades que pudieran ser provechosas para vislumbrar el rumbo, y justo en los intersticios que dejan los problemas de la globalización, creo imprescindible analizar el papel que cumple la literatura dentro de este vendaval, tomando en cuenta su poder inmanente. Mucho se ha dicho del papel que juega la literatura acerca de su supuesta condición ideologizante, no obstante, la literatura no es para hacer milagros que propicien cambios, pero sí hay cierto compromiso ético, no sólo estético, en cuanto al tema de la condición humana. Por ello la literatura debe permanecer comprometida con el quehacer humano, no sólo como denuncia sino con nuevas propuestas que permitan su independencia, por ser parte de la cultura y reflejo propio de la manifestación de los pueblos. Sin embargo, nuestra literatura ha estado sometida bajo la dominación de los centros de poder, y eso implica que antes debería independizarse ella misma.
Se trata entonces, de ver en qué medida nuestra literatura se enmarca dentro de las grandes influencias ejercidas por los centros de poder (eurocentrismo) tan arraigado en nuestra cultura literaria, y la posibilidad de emancipación en la indagación de sus propias realidades. En otras palabras, qué tan libres somos para tomar nuestras propios rumbos en la literatura, si consideramos que la cultura alimenta nuestra visión de mundo, individual y colectiva, en temas tales como el ser latinoamericano y el modo de hacer literatura, principalmente.
Y esto viene por la confrontación entre cierto fundamentalismo latinoamericanista frente al “imperialismo” arraigado en las corrientes literarias universales, fomentado por la globalización, y que ha creado nuevas formas de ver al otro latinoamericano en su interrelación con el mundo.
García Canclini refiere que en América Latina, la transnacionalización, por ejemplo, tiene vigencia por la tensión existente entre los nacionalismos y latinoamericanismos de tipo fundamentalista, y la tendencia al cosmopolitismo y la globalización. En ese sentido, la actual producción literaria de los escritores latinoamericanos, quienes tratan personajes y temáticas que se encuentran en una posición marginal, pudiera interpretarse como una forma de liberación de esas presiones metropolitanas, y que en cierto sentido dice de una resistencia, y a la vez padecimiento, de las corrientes arrolladoras del proceso globalizador, del capitalismo sin arraigo territorial y nacional, que trasciende las fronteras nacionales, y crea las condiciones para la emergencia de lo local, donde el sujeto local, el de los márgenes, comienza a contar sus propias historias, a construir una memoria que había sido, o bien ignorada, o bien contada desde la razón occidental/imperial.
Esa apreciación, aunada al tema de la identidad, están ligadas a la propuesta que plantea Alberto Moreiras acerca del tercer espacio, que es una invitación para abordar de manera diferente la complejidad de la identidad latinoamericana y la forma de hacer literatura en nuestra América, en el período llamado “poscolonial”. Precisamente, los principales planteamientos problematizados, desde siempre, y que refiere el tercer espacio, han sido ¿qué es el ser latinoamericano? y ¿cómo hacer literatura?, principalmente, convirtiéndose en una constante de preocupación para los propios intelectuales del continente, y aun fuera de él.
Alberto Moreiras propone un espacio o zona intermedia de enunciación para reflexionar de manera crítica y estética sobre lo latinoamericano y específicamente desde la literatura. Sin embargo, al abordar los temas se presentan problemas relacionados con la dificultad de integrar la reflexión filosófica con la literatura, y también que esa literatura se revela en una constante tensión con los paradigmas metropolitanos y el europeísmo. Tal situación implica la sospecha cierta de que nuestra intelectualidad no está totalmente desligada de los paradigmas eurocentristas, por más radical que parezca, es decir, no es autónoma, como hace notar Moreiras (Moreiras, 1999:12). A esto se suma el hecho de que la reflexión sobre lo latinoamericano se hace desde los Estados Unidos. La primera queja que surge de estos planteamientos es que se estaría haciendo mucha retórica y ningún análisis crítico desde la propia región, sometida a la hegemonía de los centros metropolitanos.
Por ello, al parecer sin más opciones, en el tercer espacio se plantea una perspectiva que permita incluir el eurocentrismo como foco o instancia crítica de reflexión para determinar si la intelectualidad, y con ella la literatura latinoamericana, puede ofrecer una alternativa crítica del pensamiento latinoamericano (Moreiras, 1999: 15). Y esa posición pareciera contradictoria en vista de que somos producto de la cultura occidental y aún permanecemos en una condición subalterna con relación a los centros y a los modos de producción metropolitanos, que se revela como una especie de “destino infalible” tal como observa Moreiras: “para las formaciones culturales de la élite criolla percibe su dependencia con respecto a Europa como signo de su alineación específica con respecto de su propio destino histórico” (Moreiras, 1999: 16). Entonces, la propuesta del tercer espacio se configura como una conciliación de dos corrientes aparentemente antagónicas de pensamiento, entre lo radical latinoamericano y el eurocentrismo, un debate postcolonial de bipolaridad entre el centro y los márgenes, pero en sus confluencias y desacuerdos, para dar paso a una vía de entendimiento capaz de generar perspectivas razonables del pensar sobre el ser latinoamericano a partir del período poscolonial, que evidentemente se manifestaría en todas las formas de producción intelectual, incluida la literatura.
La paradoja que se percibe en este planteamiento es que esa zona de distensión a la vez se convierte en una lucha contra los centrismos o “desestabilización del eurocentrismo” como dice Moreiras, para que la literatura tenga posibilidad de espacios de pensamiento alternativos en el espacio literario mismo (Moreiras, 1999: 49).
Es claro que esa visión ha surgido a raíz de un agotamiento de las utopías latinoamericanas, ya que funcionan a la par de la lógica del mercado mundial dominante, es decir, de la ideología global, con la cual los países de la región están sometidos a políticas de subordinación y dependencia, por lo que se hace difícil proyectos de desarrollo independientes.
Uno de los problemas que se presenta— valga decir desde la perspectiva de las posiciones políticas de izquierda—, para lograr la tan ansiada independencia a la que aspira la intelectualidad latinoamericana, mediante la renovación de los estudios latinoamericanos1 con las llamadas “teorías poscoloniales” o “estudios subalternos”, es que éstas llegan es a través de universidades estadounidenses. Los enfoques de la academia norteamericana actúan como centro de poder cultural donde se teoriza sobre y por América Latina en los Estados Unidos. De tal forma que la nueva teoría se orienta hacia la búsqueda de “prácticas sociales y culturales periféricas muy fragmentadas, cuyo efecto repercute en el debilitamiento del potencial contestatario de formas consagradas de identidad cultural”.2
Esta percepción viene dada por el abandono de la perspectiva clasista y la crítica hacia el capitalismo, principalmente. De este modo, el desplazamiento de los estudios culturales desde Europa hacia los Estados Unidos, que se centra primordialmente en el discurso teórico denominado “multiculturalismo”3 y que pretende rescatar la memoria a los grupos subalternos dominados por las narrativas imperiales y nacionalistas, así como la condición de sujetos de sus propias historias, se ve afectado por el hecho de que quienes hacen las teorías son, en su mayoría, intelectuales procedentes de América Latina pero radicados en el primer mundo, es decir, en el centro, lo que en gran medida se percibe como una misma lógica homogeneizante y distante, en donde se desestima la heterogeneidad del pensamiento latinoamericano.
Se trata, entonces, de que la academia estadounidense es centro teórico, y aborda la situación latinoamericana y teoriza sobre ella, mientras que los latinoamericanos se mantienen en la periferia, limitados sólo a la práctica. En una etapa poscolonial o de descolonización, según Walter Mignolo, “el sujeto deberá ejercer su deseo desde la proyección de regiones interespaciales, o espacios del entre, concebidos como lugares desde los que pensar, por oposición a lugares sobre los cuales pensar” (Moreiras, 1999: 47). El hecho de querer escribir sobre y no desde, se percibe como una nueva forma de dominio o neocolonialismo en el marco globalizador.
Por ejemplo, los estudios culturales sobre la región dejan fuera de análisis más profundos las causas verdaderas de las migraciones —tópico recurrente dentro de la propuesta poscolonial— principalmente hacia los EEUU, y que son el referente más emblemático del subalterno, con una fuerte incidencia en la alteración de las identidades nacionales y regionales de América Latina.4 Las migraciones se profundizan en la segunda mitad del siglo XX, y se producen principalmente como consecuencia de la globalización, generando una profunda fractura en la identidad latinoamericana y que, a la vez, devela una realidad en la que coexisten diversas formulaciones de identidad dentro y fuera de sus lugares de origen.
El caso es que se aborda dicho problema desde una perspectiva individual, y casi no existe una reflexión más exhaustiva sobre las causas que provocan el movimiento de masas humanas, y, por otro lado, la relación de esos flujos migratorios actuales con el proceso de globalización, cuyas practicas económicas profundizan la problemática, aun en los mismos centros. Por ejemplo, la gran cantidad de inmigrantes en EEUU y el impacto de esas migraciones ha puesto en crisis la propia identidad de ese país, directa o indirectamente, lo cual amerita revisar la diversidad étnica, religiosa y cultural de su población y a la vez crear nuevas formulaciones y reelaboraciones de los conceptos para las identidades latinoamericanas, de tal manera de hacerlas más visibles, pero tomando en cuenta su heterogeneidad y constante transformación, ya que ninguna formulación de la identidad es permanente o aceptada por todos. Igual revisión debería considerarse para las migraciones colombianas hacia Venezuela, por ejemplo, que han ido creciendo. En el asunto de la diferencia, sería necesario aplicar lo que Fredric Jameson llama la “especificidad situacional” para adoptar un posicionamiento que siempre permanezca concreto y reflexivo (Moreiras, 1999: 58) ante el fenómeno migratorio y sobre la complejidad de la identidad.
Y esa problemática en el marco de la globalización, donde se imponen nuevas relaciones humanas desterritorializadas, la subalternidad, referida a la condición de subordinación, y que se extiende a las diferencias de clase, género, oficio o cualquier forma de diferenciación, incrementa las asimetrías en las interrelaciones humanas de los grupos en condición de minorías en otro país, incluso en sus propios territorios.
Dentro de esas diferenciaciones también se encuentra el intelectual de origen latino dentro de los EEUU, donde es categorizado de subalterno en oposición al letrado “clásico”; a lo que se suma el hecho de la distinción de sexo con predominio, casi absoluto, de lo masculino.
En suma, las migraciones, y los problemas de las minorías en general, son sólo ejemplos de cómo los problemas políticos, económicos y sociales no pueden permanecer desligados del quehacer intelectual, y por extensión, de la literatura. Esto hace que los criterios de la “élite” sean poco eficaces al momento de aplicarlos a la nueva realidad latinoamericana; además, no todos los teóricos aceptan el término “poscolonial” para los estudios culturales en América Latina o se inscriben dentro de esa categorización.5 Todos estos aspectos representarían puntos de quiebre en el momento de realizar los estudios culturales sobre Latinoamérica desde los centros.
Así, con el desarrollo teórico de los “estudios subalternos” o “teorías poscoloniales”,6 que pretenden una crítica profunda del quehacer latinoamericano, lo que ha puesto en evidencia son los vínculos entre las prácticas colonialistas occidentales y la producción intelectual, es decir, imágenes estereotipadas de las culturas no metropolitanas, basadas en una supuesta radicalidad.7 El pretendido posicionamiento de radicalidad del nuevo pensamiento es tan sólo una apariencia. Tal sospecha proviene de la idea de que los discursos anticolonialistas y nacionalistas, aun de las élites criollas, “con amplias raíces culturales europeas” (Moreiras, 1999:18) no es más que una continuación del discurso colonial imperial, como también deja entrever Edward Said en Cultura e imperialismo —que viene al caso latinoamericano por nuestra común condición de ex colonias europeas. Lo que se estaría haciendo realmente es una reescritura de los problemas, sólo una alusión de las deficiencias, sin verdaderas soluciones. En la literatura se manifiesta por una novelística de sólo lectura. Se trata, en suma, de una disidencia que estaría dominada igualmente por los centros de poder, como dice Moreiras.
Por otro lado, se da el caso de que el discurso de los intelectuales nativos se pretendan los únicos voceros autorizados para hablar por los otros, negando el espacio donde el “otro” pueda expresarse sin mediaciones. Esto representaría otra forma de hegemonía, pero ya hacia adentro. Al respecto, el tercer espacio propone renunciar a la jerarquización discursiva entendida según patrones clásicos: “Igual que el texto periférico no se produce como herramienta de captación y dominio del texto metropolitano, tampoco este último tiene derecho de colonización alguno sobre el texto periférico” (Moreiras, 1999: 44). Pero el caso es que los intelectuales y literatos de nuestro continente, al pretenderse autoridad, conferida o proclamada, por ser parte de la cultura eurocentrista, estarían convirtiéndose igualmente en hegemónicos, jerarquizando de este modo el discurso central, sin equilibrio, tal como sucede incluso cuando la posición central insiste en la teorización de los márgenes. De esta manera, los “conflictos de posiciones” permanecen en la lucha de los márgenes contra los centros, y no aporta solución a la problemática, y sólo se mantiene una perspectiva a futuro.
A ese respecto, es evidente la dificultad que afronta el intelectual latinoamericano para poder deslastrarse de la influencia europea y los paradigmas heredados. Esa contingencia es casi imposible, tomando en cuenta toda nuestra historia y producción literaria, tan enmarcada en los paradigmas eurocentristas. Y una de las causas de esa imposibilidad podría ser, como la identifica Roberto Schwarz, por una profunda “inadecuación” de la vida cultural de las élites latinoamericanas con relación a las modas intelectuales importadas: “Hay una falta de convicción tanto de las teorías constantemente cambiantes como de su relación al movimiento social en su conjunto” (Moreiras, 1999: 18), por lo que abandonar el seguimiento de las ideas metropolitanas e irse hacia los polos, no resulta satisfactorio, y tal postura contribuye a “prestigiar un bajo nivel intelectual y crudeza ideológica” (Moreiras, 1999: 19). Esto se traduce en que el nacionalismo extremo y el abandono de la teoría, como acto reactivo, tampoco contribuye a la posibilidad de liberación: “Pensar el tercer espacio es salvaguardar el compromiso con la teoría, con la voluntad teórica, y al mismo tiempo colocarse más allá de los paradigmas reactivos de la identidad cultural (...)” (Moreiras, 1999: 44). Lo que parece complicado en esta propuesta— y hasta paradójico— es que se deba abandonar un discurso según patrones clásicos y al mismo tiempo hacerlo bajo sus mismas formas (¿?).
A pesar de lo complicado del asunto de la independencia, sin embargo, ha habido intentos bien importantes. Por ejemplo, en un sentido vanguardista, muchos escritores del llamado boom latinoamericano, que hizo volcar las miradas de los mismos centros hacia nuestro continente, tratan de producir un desplazamiento y provocar un movimiento contra-hegemónico, que desterritorializa los límites y promueve la ruptura con los cánones literarios tradicionales establecidos por los centros metropolitanos, con una idea más auténtica de lo latinoamericano.
Ya antes, Jorge Luis Borges, por ejemplo, a quien se le ha considerado un escritor europeísta —o la apreciación de Beatriz Sarlo: escritores liberales de “cosmopolitismo obsesivo” o “exacerbación de lo heterogéneo” que “cultivan la sabiduría de la partida, del extrañamiento, de la lejanía y del choque cultural, que puede enriquecer y complicar el saber sobre el margen social y las transgresiones”8 —, ya en su tiempo, al igual que Roberto Arlt, Macedonio Fernández y más reciente Ricardo Piglia, entre otros, había previsto la problematización de estos temas, como se puede apreciar en Arte de injuriar y en El escritor argentino y la tradición, por mencionar algunos ejemplos, y en general, toda su obra parece plantear cierta resistencia en contra de lo europeo, sea como parodia o ironía, pero que en el fondo se percibe como una inversión de la propuesta ideológica dominante en los relatos del siglo XIX, donde se consideraba a lo americano como lo bárbaro, lo degradado, marcado por la violencia, y que debía ser reformado o exterminado por el “espíritu civilizador” proveniente de Europa.
Pero, desde adentro, también los escritores latinoamericanos deben enfrentar sus propios conflictos. En la búsqueda de la verdad —lugar común de los escritores—, se encuentra siempre presente esa tensión entre el intelectual y las masas, entre civilización y barbarie, que se manifiesta como un “destino” de un peligro latente, una amenaza de enfrentamiento y terror. Así, permanece vigente la situación en la que la literatura latinoamericana se debate en una tensión entre el letrado y el otro, en la indagación de su realidad.
La posición de Borges de alguna manera despertó algunas inquietudes (¿Borges deconstruccionista?). En el fondo, su escritura y su pensamiento podría considerarse una propuesta de la comprensión de la nueva narrativa latinoamericana como problematización de lo real, intentando superar la idea tradicional del relato, específicamente la novela, vista como un reflejo o “distracción” de la realidad, pero sobre todo por su carácter burgués y colonialista. Tal vez por ello Borges soslayó la novela.
Aunque siempre está latente el problema de que la literatura latinoamericana, y en general, el trabajo intelectual, está influida por la cultura europea, sin embargo considero que es una forma de hacer resistencia ante la nueva realidad y el intento de crear nuestros propios paradigmas. En ese intento, el escritor está obligado a reconocer los cambios, políticos, sociales o de cualquier índole, y llevarlos al discurso como una alternativa contra el discurso dominante. Como dice el escritor Ricardo Piglia, “del mismo modo que existe una máquina de narrar estatal, que construye un discurso dominante, el discurso de poder, es posible identificar una serie de discursos sociales circulantes, que representan un contra-relato, un discurso del orden de la disidencia, y el escritor es aquel que sabe escucharlos y transcribirlos, o bien inventarlos y plasmarlos bajo la forma de literatura” (conferencia Tres propuestas para el próximo milenio [y cinco dificultades], Habana: 2000), y que ya no sólo obedece a razones estéticas, sino a los procesos sociales en los que se ve envuelto el escritor.
El contra-relato es, entonces, una forma propia de plantear la realidad latinoamericana desde adentro, y que se ofrece como espacio contra la hegemonía de las formas clásicas del relato dominante, provenientes o impuestas por los centros metropolitanos. Tal recurso implica, al menos, la posibilidad de cierta resistencia, y la cual podría tomarse como un primer intento para lograr ese tercer espacio que propone Moreiras —y que luego persiguen escritores del llamado post-boom en el nuevo contexto globalizador—, porque permite plantear asuntos cruciales a través de la reflexión acerca de algunas certezas y falacias del conocimiento de lo latinoamericano, sobre el pasado y del futuro. Esa visión de lo latinoamericano se plantea en la narrativa como versiones alternas respecto de las versiones oficiales o del poder de los centros, por medio del cuestionamiento, que es una especie de disidencia en la literatura.
Con ese matiz, la postura de Borges representa una irreverencia, animado por el impulso de transgredir los límites de los sistemas clásicos y de todo lo establecido, para invertir los valores tradicionales. Piglia, por su parte, propone el ensayo que promueve el debate de ideas, tal como hicieran Borges y Macedonio, como medio de producir ficción, y “los conflictos de posiciones” en donde la razón y la pasión se mezclan y producen una tensión narrativa que permitan hacer unas cuantas reflexiones sobre las miserias (y grandezas) del ser humano. Así se van mezclando la tragedia y la irreverencia, como un camino de indagación y superación del dolor, del miedo y el terror, mediante la ironía, la insinuación o la sátira y el humor. Ante un nuevo orden de cosas, la realidad está siempre bajo cierta sospecha, del complot, por ello su literatura representa una opción anti-realista, que es la irreverencia con respecto a lo canónicamente esperable. Los nuevos cambios sociales y políticos generan resistencias donde los nuevos cuentistas se empeñan en cambiar las representaciones canónicas de la tradición literaria, desde los márgenes, ahora ya no sólo contra el eurocentrismo sino también contra el americanismo.9 En ese sentido, el boom latinoamericano irrumpe en el ámbito literario y da inicio a la creación de una nueva forma de ver la realidad, construyendo historias antagónicas, algunas veces contradictorias, que no pasa desapercibida en las nuevas tendencias literarias —o por lo menos se ofrece como alternativa para la vindicación de sus causas.
De igual manera, el llamado post-boom refleja la continuidad de la problemática. A través de una narrativa revolucionaria y el discurso testimonial, se trata de producir una crítica que no sólo refleje la nueva realidad latinoamericana sino que ponga en perspectiva de qué manera la intelectualidad pueda lograr espacios independientes surgidos desde su propio seno, sin mediaciones totalizantes y hegemónicas.
Como hemos visto, sea cual sea la posición que se adopte y a pesar de los intentos para lograr nuestras resonancias con voz propia, el problema persiste y se convierte en un círculo vicioso, debido a nuestro carácter de subalternidad. Es por ello que la propuesta de un tercer espacio para pensar lo latinoamericano y crear la viabilidad de cualquier proyecto emancipador, pasa por una revisión necesaria de los orígenes de nuestra intelectualidad.
A este respecto, es interesante el análisis que hace el filósofo venezolano J. M. Briceño Guerrero en su libro El laberinto de los tres minotauros, acerca de los grandes discursos de fondo que han dominado el pensamiento americano, reflejados en la historia de las ideas, la observación del devenir político y el examen de la creatividad artística.
Briceño Guerrero identifica como “discurso europeo segundo” al importado desde fines del siglo XVIII, estructurado en la razón que engloba las ideas del racionalismo, la ilustración y la utopía social y potenciado verbalmente con los diversos positivismos, tecnocracias y socialismo. Sus palabras claves en el pasado fueron modernidad y progreso, que en nuestro tiempo se transformó en desarrollo. Su campo de acción gobierna las declaraciones oficiales, proyectos de gobierno y partidos políticos, las doctrinas y programas revolucionarias y, en general, el pensamiento y las concepciones sobre el universo y la sociedad.
Por otro lado, refiere un discurso denominado “mantuano”, heredado de la España imperial, pero en una versión americana, presente en los criollos y el sistema colonial español. Basado en los preceptos de la Iglesia Católica, pretendió la occidentalización cultural a través de la educación cristiana, la conducta individual y las relaciones de filiación, así como el sentido de dignidad, honor, grandeza y felicidad.
En tercer lugar, define un discurso “salvaje”, que provendría de las heridas producidas a las culturas precolombinas de América por los conquistadores, y a las culturas africanas sometidas a la esclavitud. La imposición de Europa en América creó una nostalgia de las formas de vida no europeas u occidentales, por ello este discurso se asienta en la más intima afectividad y relativiza a los otros dos, poniéndose de manifiesto en el sentido del humor, en la embriaguez y en un cierto desprecio secreto por todo lo que se piensa, dice o hace. La interacción de los tres modos de discurso, sin embargo, no logra gobernar la vida pública para dirigirla hacia formas coherentes y exitosas de organización. La pugna por imponerse cada uno ha originado un combate de consecuencias trágicas para América. Por una parte, en las circunstancias internacionales se tiende a reforzar el discurso europeo segundo, apoyado por la ciencia y la técnica, pero el discurso mantuano se esconde detrás de éste para negociar su continuidad con intereses de las grandes potencias. Mientras, el discurso salvaje “corroe todos los proyectos y se lamenta complacido” (Briceño Guerrero, 1997:9).
En lo teórico, no se logra formar centros permanentes de pensamiento, de conocimiento y de reflexión:
Los investigadores y pensadores de América o bien se identifican con la Europa segunda de tal manera que su trabajo se convierte en agencia local de centros ubicados en poderosos países exteriores al área, o bien se consumen en actividades políticas gobernadas por el discurso mantuano, o bien ceden al impulso poético verbalista del discurso salvaje. Los esfuerzos científicos de las universidades se desvirtúan en intrigas mantuanas; las anacrónicas intrigas mantuanas no logran hacer contacto con lo real extraclásico más allá de lo necesario para sobrevivir, un cierto nihilismo caotizante impide la continuidad de los esfuerzos, y el conjunto de la situación aleja al americano de la toma de conciencia integral de sí mismo, de su realidad social, de su puesto en el mundo, de tal manera que mucho menos se enfrenta nunca auténticamente a los problemas que el universo general, la condición humana en general plantean al hombre despierto (Briceño Guerrero, 1997: 9-10).
En general, del análisis se desprende un gran pesimismo de las potencialidades intelectuales del continente en el presente, como “una gran tragedia” de perspectivas futuras.
Tal apreciación no dista mucho de lo que dice Moreiras con relación al choque o, más eufemísticamente, encuentro del europeo con el otro americano, a lo que llama Dussel “modernidad”: “...en la medida en que la literatura siga interrogándose, como es tradicional, desde parámetros críticos inadvertidamente condicionados por concepciones “modernas”, esto es, concepciones basadas en la aceptación previa de un sujeto trascendental de la historia, la literatura habrá de ser desechada como región fructífera para el pensamiento crítico...”, pero luego le agrega —lo que llamaría un toque de ánimo— si no es que el pensamiento latinoamericano quiera seguir autoconcibiéndose en referencia fundamental a la razón metropolitana: “...y habrá de ceder el paso a otras prácticas culturales menos sedimentadas, donde al menos es más obvia la irrupción de subjetividades alternativas y así la doble posibilidad de deconstrucción/descolonización con respecto del sujeto universal de la modernidad” (Moreiras, 1999: 48).
El eco de Briceño Guerrero repercute en lo que dice Dussel, por un lado, en cuanto a que es peligroso considerar que la emancipación cultural latinoamericana debe seguir caminos de desarrollo a los modos europeos de modernidad; y por otro, también se aprecia en Domingo Miliani, en la necesidad de romper con la concepción del universalismo metropolitano europeo, y ahondar en las variantes diferenciadoras de la producción latinoamericana para conquistar el espacio en la historia de la cultura de América Latina (Moreiras, 1999: 54). Por su parte, Fernández Retamar habla de que no hay literatura hispanoamericana, sino literatura de españoles en América, por lo que es necesaria la independencia de Hispanoamérica como condición sine qua non para la existencia de nuestra literatura y de nuestra cultura (Moreiras, 1999: 60).
Para concluir, no cabe duda de que en la complejidad de Latinoamérica han ocurrido adelantos como también obstáculos para avanzar hacia nuevas formas y paradigmas independientes y emancipadores de nuestra propia cultura. No podemos ignorar la memoria latinoamericana, ni considerar a América Latina como un conjunto homogéneo, derivado de un pasado histórico supuestamente común en lo esencial con las ex colonias. Tampoco se puede obviar el hecho cierto de que la cuestión está planteada en términos de “imperio y cultura” o “imperio o cultura”, entre identidad y diferencia, o autenticidad e imitación —el tercer espacio, con todo, parece aludir a “tercer mundo”, referidas siempre en términos tan “sub”, como subcontinente, subdesarrollados, subalterno, entre otros similares—, por “la persistencia de un estado de cosas colonial, neocolonial o poscolonial”, dice Moreiras (Moreiras, 1999: 55).
¿Quién será capaz de suscitar una nueva utopía? Para ser más optimistas, debemos repensar qué vías alternas son factibles para encaminar el pensamiento latinoamericano —llámese tercer espacio u otro proyecto—, de las diferentes perspectivas para reconfigurar de otra manera las relaciones existentes de poder y de orden cultural. En ese sentido, las teorías poscoloniales, producidas por estudios procedentes de Europa y Norteamérica, sin embargo, podrían ser aprovechadas en el contexto latinoamericano, con el objeto de hacer visibles a los “sujetos subalternos” del continente. En alguna medida, ellas han generado discusiones sobre el conflicto y constituyen un punto de partida para tratar de comprender cuáles pueden ser las ópticas a tomar en cuenta para reflexiones futuras. Lo más importante es la conciencia de que mientras existan esas posibilidades, cualquier intento vale la pena para operar un cambio profundo en la mirada sobre nosotros mismos.
El dilema a afrontar, entonces, serían las categorías totalizantes y homogeneizantes, de un lado y del otro, en las que se dan pretensiones absolutas de orden cognitivo, ético o estético, o en las artes, privilegiando a unas por encima de otras. El reto para la literatura en esta etapa globalizante, si es que la literatura misma representa críticamente el marco bajo el cual la historia debe ser interpretada (Moreiras, 1999: 63), sería establecer su identidad consigo misma, o los “puntos de vista descolonizados” de Fernández Retamar —pese al desarrollo capitalista y los aspectos negativos de la globalización—, en relación con el universalismo eurocéntrico, dentro del sistema general de la cultura.
No se puede desconocer el gran peso cultural y moral de nuestro continente.
En la complejidad de la cultura latinoamericana afortunadamente no todo está dicho aún.

Bibliografía, referencias bibliográficas y electrónicas
Briceño Guerrero, J. M. (1997). El laberinto de los tres minotauros. 2ª edición, Caracas: Monte Ávila Editores.
García Canclini, N. (1989). Culturas híbridas. Estrategias para entrar y salir de la modernidad. México: Grijalbo.—. (2004). Diferentes, desiguales, desconectados. Mapas de la intelectualidad. México: Gedisa.
Moreiras, A. (1999). Tercer espacio: literatura y duelo en América Latina. Chile: Editorial Universidad Arcis.
Obras completas de Jorge Luis Borges (1974). Buenos Aires: Emecé Editores.
Piglia, R. (2001). Tres propuestas para el próximo milenio (y cinco dificultades). Argentina: Fondo de Cultura Económica.
Rama, Á. (1984). La ciudad letrada. Hanover. USA: Ediciones del Norte.
Ramos, J. (1989). Desencuentros de la modernidad en América Latina. Literatura y política en el siglo XIX. México: Fondo de Cultura Económica.
Said, E. (1996). Cultura e Imperialismo. Barcelona, España: Anagrama.

Electrónicas
Fernández Nadal, E. “América Latina: los estudios poscoloniales y la agenda de la filosofía latinoamericana actual”. En: revista Herramienta, Debate y Crítica Marxista (1-7-2006).
Pacheco, C. (1997). “Reinventar el pasado, la ficción como historia alternativa de Hispanoamérica”. En: Ciudad Seva (28-6-2006).

Notas
En Europa, desde fines de la década del 50, un grupo de intelectuales ingleses —Raymond Williams, William Hoggart, Eduard P. Thompson y Stuart Hall— desarrolló, dentro de una matriz marxista de pensamiento, una línea de interpretación de los problemas del arte, la literatura y otras prácticas sociales significantes, que produciría una profunda renovación en la lectura de los fenómenos culturales. Una de las conquistas más importantes logradas en este campo fue la crítica sistemática a la visión reductiva y mecánica de los procesos ideológicos y el descubrimiento de la cultura como una esfera provista de una autonomía relativa. De modo particular, Williams revisó la noción marxista de la cultura a la luz del concepto gramsciano de “hegemonía”; ello le permitió concebirla como un proceso social agonístico, íntimamente relacionado con las formas específicas de la lucha de clases y las consiguientes manifestaciones históricas de dominación y de resistencia sociales. Dichos estudios se trasladaron luego a América. Fuente: “América Latina: los estudios poscoloniales y la agenda de la filosofía latinoamericana actual”, de Estela Fernández Nadal.
Fernández Nadal. América Latina: los estudios postcoloniales y la agenda de la filosofía latinoamericana actual.
Fernández Nadal. Conjunto de estrategias conceptuales de deconstrucción del paradigma moderno eurocéntrico de conocimiento, e ideología del capitalismo global.
Fernández Nadal. América Latina: los estudios postcoloniales y la agenda de la filosofía latinoamericana actual.
Fernández Nadal. América Latina: los estudios postcoloniales y la agenda de la filosofía latinoamericana actual.
El origen de esta terminología se encuentra en desarrollos teóricos producidos por intelectuales radicados en centros académicos metropolitanos pero procedentes de la periferia, más específicamente de las antiguas colonias inglesas y francesas que conquistaron su independencia política en el siglo XX. Se destacan las trayectorias de Edward Said, Homi Bhabba, Gayatri Spivak y Ranajit Guha. América Latina: los estudios postcoloniales y la agenda de la filosofía latinoamericana actual, por Estela Fernández Nadal.
Fernández Nadal. América Latina: los estudios postcoloniales y la agenda de la filosofía latinoamericana actual.
García Canclini, 1989:306.
“Los nuevos cuentistas se empeñan incesantemente en carnavalizar las representaciones canónicas del cosmopolitismo y del americanismo, tal como aparecen en la tradición literaria, histórica y política de Latinoamérica; en última instancia, la tentativa debe entenderse como una desconstrucción del poder”. “Los totalitarismos, las utopías esclavizantes, los discursos falaces con que el poder se legitima” (Pacheco, 1997. “Reinventar el pasado, la ficción como historia alternativa de Hispanoamérica”).