miércoles, 30 de junio de 2010


La flor




Hoy fui a observar a la pequeña flor. Sus delicados pétalos aterciopelados provocan una incontenible caricia, pero mi mano no alcanza para tocarla, por lo que me debo conformar con imaginar su tersura. Tampoco la iba a arrancar! Qué culpa tiene la pobre de que alguien ande perturbando la paz de los jardines ajenos. Así que me acerqué y comencé a detallarla a través de las rejas que rodean el lugar de las flores. Allí estaba ella con su apariencia tan frágil, liviana, ligeramente inclinada sobre su tallo, quieta a ratos, cuando el viento no la tambalea de un lado al otro y, en bocanadas, la hace ladearse y chocar con las otras plantas, sus compañeras de aventuras, tanto que parece que se va a ir volando como una mariposa, hasta que el viento la vuelve a soltar y permanece inmóvil nuevamente. Tiene una figura esbelta acentuada por su delgado tallo verde oliva y sus pequeños canutillos en el centro que parecen diminutos ojos sorprendidos por la luz. Está retozando sobre un lecho de follaje con sus bracitos abiertos. Se ve que está en su tierna edad por la frescura y el color vivo de sus pétalos, indefinido entre el amarillo y naranja, semejante a los reflejos del sol del atardecer. Y cuando la luz de la mañana, como ahora, comienza a rozar su delicada figura, entonces se pueden ver fugazmente como reverberan diferentes matices sobre los pétalos semiredondos, allí donde permanecen las diminutas gotas formadas por el rocío de la madrugada. Otras pizcas resbalan lentamente por los contados pétalos que le quedan, pues en el vaivén de la incesante brisa, algunos se le han caído y, renuentes a abandonarla, yacen al pie del tallo, esparcidos como migas de pan.

No sé el sexo de las flores pero sin duda ésta es femenina, y aunque otros se empeñan en adjudicarle un nombre impronunciable, para mí es simplemente la flor del jardín. Allí la dejo, olvidada en sus más íntimos detalles, –y si es que las plantas sienten– también le dejo la certeza de ser extraordinariamente única.