viernes, 12 de octubre de 2007


Gravitación del alma


Estuve releyendo los poemas de Las flores del mal de Baudelaire. En ese poemario se nos ofrece la posibilidad de asistir a uno de los espectáculos más maravillosos y terribles del mundo: la existencia efímera del hombre, tal como la fugacidad de una flor, única e irrepetible.

Pero para el poeta, ese espectáculo debe ser mostrado con toda su crudeza y poder explicar lo inefable. Por ello se vale de ese oxímoron casi imposible, vale decir, la unión de dos imágenes muy distintas: la hermosura y sutileza de una flor y el lado oscuro de la existencia; de allí “las flores del mal”.

Y es que ver en el alma la bondad y el mal simultáneamente constituye, sin duda, una capacidad que sólo el poeta, con su virtud de vidente, es capaz de percibir, pues su privilegiado estado poético le permite hacerse de las sombras y penetrar en lo más recóndito del alma humana. Es asumir una postura, digamos, de éxtasis idílico, con la que puede percatarse de lo bello y lo sublime al mismo tiempo, tal como se percibe lo perenne en lo instantáneo y lo transitorio en lo perenne, para luego transcribir en poética ese lenguaje que proviene del espíritu.

Una cosa me entristece y es que Baudelaire parece decirnos que el mal florece en el jardín del alma, pues es inherente a la esencia misma del ser, y negarlo sería asumir una actitud hipócrita frente a una verdad inocultable. Ver sólo una parte de una gran verdad equivale a una conciencia a medias, como pensar un paraíso sin infierno o la vida sin la muerte. Por ello, el poeta nos encara a esa verdad incomoda, pero incuestionable, del quehacer humano; allí no tengo más que darle la razón. El gran mérito del poeta es su facultad de no engañarse en ver sólo lo bello, sin percatarse de las pequeñas miserias del ser humano. El malestar al que Baudelaire hace constantemente referencia, pudiera ser interpretado como el mal espiritual en el que él mismo se siente inmerso, extrañado; sin embargo, ello se extiende al hombre en general. La búsqueda de respuestas a los misterios de la vida, por una parte, y el absurdo de la existencia, por otra, se convierten en una quimera, y el poeta se siente condenado al sufrimiento; por ello, solo puede reconocerse en lo más íntimo, en medio del misterio y la nocturnidad, como el único espacio para la superación o aceptación del dolor. Es el convencimiento del hastío del hombre en una sociedad incongruente.

Lo paradójico es que, tal como uno observa al hombre en la actualidad, parece que las cosas no han cambiado mucho: el mismo hombre, el mismo hastío, la misma vida pecaminosa y vacía. Entonces me pregunto ¿Es que acaso no hemos cambiado en nada desde que Baudelaire escribió Las flores del mal? y ¿no estará Baudelaire un tanto decepcionado de nosotros? (bueno, si eso es posible).

En un ejercicio de imaginación, Baudelaire pareciera decirnos ahora, un tanto irónico, pero más decepcionado: “…y sin embargo florecen”, a pesar de todo.